Los campesinos de Colombia albergan nuevas esperanzas luego de décadas de sangrienta guerra civil pero no confían en la ayuda que puedan ofrecerles los políticos.
Tim Adams – Periódico The Guardian
Don José Manuel Suárez ha visto muchas cosas. Padre de siete hijos y abuelo de quince nietos, con sus ochenta años, ha pasado su vida cultivando una porción de tierra que ha sido también campo de batalla en la guerra civil más larga de la historia moderna. En una reunión al aire libre de una cooperativa de cultivadores de banano en Ciénaga, cercana a la costa norte del Caribe colombiano, Don José Manuel se sienta bajo la sombra que da este espacio, esperando pacientemente que le den el turno de hablar en compañía de otros hombres y mujeres que son sus viejos amigos y vecinos. La pregunta que les he hecho es esta: ¿Qué ha sido lo peor y lo mejor de este momento de sus vidas?
Durante la caliente mañana, entre el chasquido desordenado de las plantas de verdes bananos, las respuestas para la primera parte de esa pregunta no se hicieron esperar.
Vivieron los huracanes que regularmente arrasaban sus cultivos (algunos recordaron al huracán María); a los guerrilleros usando, como si fueran propias, sus tierras y hogares, tomando sus pollos, durmiendo en sus camas, cocinando en sus ollas; pagando a los paramilitares dinero de forma escalonada o vacuna para evitar ser desplazados o sufrir algo peor.
Aquellas etapas sucesivas de desastres, atropellos y amenazas han puesto a los pequeños propietarios en el dilema de vender sus parcelas a los grandes productores latifundistas de palma de aceite e irse a Bogotá o Medellín en búsqueda de mejores oportunidades. Otros han permanecido. La una o dos hectáreas que les da el sustento a sus familias han pasado de padre a hijo o hija, algunas por casi cuatro o cinco generaciones.
Como todos los campesinos cuentan sus historias, ocasionalmente le dan el uso de la palabra a Don José Manuel Suárez para que les confirme lo que dicen a partir de lo que recuerda. Cuando le corresponde, al fin, hablar al anciano y, así, responder mí pregunta, se inclina hacia adelante quitándose su sombrero de ala ancha e inicia sus comentarios con una tranquila disculpa. “Mi esposa de 53 años, murió hace 19 días, sabrán disculpar, no soy el mismo”, dice. Y explicó, pensé que era difícil mi pregunta. El peor día de toda de su vida fue probablemente aquel que la guerrilla tomó sus botas.
Había sido por allá en 1995. Por primera vez había recibido un pago digno de su cosecha de banano, sus viejas botas estaban acabadas. De manera, que compró un par nuevo en Santa Marta. A la mañana siguiente las estrenó, y llegaron algunos guerrilleros. Rara vez sabía exactamente de cual grupo, y uno de ellos, una mujer con una AK 47 a la espalda, le preguntó cuánto calzaba. Cuando dijo siete, una amplia sonrisa se le vio a la mujer. “Me llevaré aquellas botas”. Don José Manuel no tuvo otra opción que dárselas. Ha padecido muchos traumas en su vida. Todavía, luego de 22 años, le debe a un prestamista una pequeña suma de dinero para cubrir a su familia de los daños causados por el huracán Cesar-Douglas- y el resto del dinero se fue en la pérdida de sus botas. Como otros campesinos, ha vivido toda su vida trabajando duramente para el sustento de su familia.
Escuchando, sentado al sol, la historia de Don José Manuel, estuve tentado a entender su vida como una continuación de la más famosa historia contada sobre el mundo del banano, escrita por el laureado Nobel Gabriel García Márquez sobre su infancia en Aracataca, el imaginario Macondo, a pocas millas de donde estamos sentados. El motivo autobiográfico de la obra maestra de Márquez, Cien años de soledad, fue la transformación que presentó esta región con la llegada de la UnitedFruit Company y sus buques bananeros dirigidos a Estados Unidos y Europa a comienzos del siglo pasado. Esta compañía usó mano de obra esclava para trabajar durante las noches una vía férrea a través de la selva y transportar así los bananos a puerto. En Aracataca construyeron casas de estilo colonial rodeados de frescos patios cubiertos de higuerones, en uno de ellos, nació Márquez (Y que puede ahora visitarse).
Los cien años de su novela finalizaron abruptamente con una tragedia que hasta el día de hoy parece enrarecer el aire húmedo que acá se respira, y que lo hizo novelista. En Vivir para contarlo, la memoria que escribió en los años finales de su vida, recordaba que el insumo para su ficción fue el viaje que hizo a los 23 años a una plantación en el valle del Río Frío, el río helado que su madre llevaba para la vieja casa. Al llegar a la medio-abandonada estación de Ciénaga con su pintura descascarada, su madre señaló: “Mira”, dijo: “Eso acá es donde se acaba el mundo”. Márquez siguió su dedo señalador y vio una seca plazuela. Fue ahí en 1928 cuando el ejército colombiano asesinó un número sin determinar de trabajadores bananeros. El vía crucis de Colombia, un punto sangriento para el gran conflicto que luego se presentó.
Los trabajadores bananeros de Ciénaga se declararon en paro contra el continuado deterioro de sus condiciones laborales. Habían sido convocados a su plaza principal por la UnitedFruit Company para negociar y poner fin a su disputa. Una vez reunidos allí, un soldado del gobierno leyó un decreto en el cual los trabajadores eran declarados criminales. Al ver que ellos no se marchaban, los soldados abrieron fuego sobre la multitud desde las azoteas de los edificios, abarrotada de mujeres y niños. Escribió Márquez, “El ruido de las armas atravesaba la blanca sangre, la multitud confundida por el pánico fue dada de baja una a una, por las tijeras metódicas e insaciables de la metralla.”
Si ese día fue para la familia del novelista, el fin del mundo, para esta compañía también. Dejó el manejo del ferrocarril al gobierno, cayendo en el abandono. Las casas de la plantación desocupadas. Siendo un capítulo más para quienes se quedaron.
La masacre en dicha plaza dio inicio a una guerra de noventa años y las plantaciones de banano a lo largo del norte de Colombia fueron posteriormente un campo de batalla interminable.
La guerra comenzó entre los dueños de las grandes plantaciones y el gobierno, quienes rechazaron la posibilidad de sindicalizarse a los trabajadores, lo que dio pie a la aparición de grupos revolucionarios que ocuparon la selva con el fin de hacerles resistencia. Al final de la década de 1960 ese conflicto se tornó costumbre. Avivándose durante las siguientes tres décadas producto del gran lavado de dinero y corrupción proveniente del comercio de cocaína que condujo a una especie de violencia alucinatoria. Las cifras oficiales ubican el número de muertos en 220.000 aunque la cifra puede ser mayor; siete millones de personas fueron desplazadas internamente, generalmente de comunidades rurales. El largo camino hacia la paz culminó el año pasado con un pacto provisional entre el gobierno colombiano y las FARC, el más poderoso y despiadado de los grupos guerrilleros, que alguna vez controló un tercio del territorio colombiano. Un acuerdo que le significó al presidente Juan Manuel Santos ganar el premio Nobel de la Paz. Paz que será puesta a prueba en las elecciones parlamentarias del 11 de marzo y presidenciales en mayo.
Sentado bajo el sol de Ciénaga, los cultivadores de banano expresan no tener mucha fe en el pacto. Confían, no en las intenciones de los miles de rebeldes que componen las FARC, muchos de ellos celosamente custodiados en los “campos de rehabilitación” a lo largo del país, esperando ser aceptados y ayudados a ser reintegrados a la sociedad, ni en el gobierno que en raras ocasiones, o casi nunca, ha estado de su lado. Al contrario, confían en aquello que pueden intentar controlar o construir.
Esa confianza comienza a observarse en la segunda pregunta de esa mañana: ¿Cuáles han sido los mejores tiempos? Sin dudar, cada uno de los cultivadores señaló que una decisión tomada por ellos hace menos de una década les cambió para bien su suerte, y fue hacer realidad un esfuerzo de convertirse en la primera cooperativa de comercio justo en la zona, COOBAFRÍO, encargada de vender en los mercados británicos, sus bananos embarcados en Santa Marta hacia Portsmouth. Una vez logrado el certificado de buenas prácticas comerciales, les garantizó por primera vez un precio mínimo local para sus cosechas- sin depender de los cambios de los mercados globales y sus recurrentes colapsos. Esto les permitió obtener un dólar por caja Premium con el fin de disponer en sus prioridades decididas democráticamente.
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Los plantadores, en cabeza de don José Manuel, enumeraron los asuntos que han transformado desde que comenzaron. De hecho, pueden ahora hacer frente a los huracanes, porque la cooperativa elaboró un fondo de aseguramiento que respalda a los cultivadores afectados; invertir en sus suelos (reciben 31 días al año de rigurosa capacitación en buenas prácticas por parte de especialistas patrocinados en comercio justo). BANAFRUCOOP, una recién creada cooperativa de comercio justo produjo el año pasado, la mayor cantidad de banano por hectárea del mundo. Por encima de todo, reconocen que han aprendido de solidaridad, pensando por primera vez que unidos eran uno solo.
Han evolucionado sus ambiciones colectivas. En primer lugar, colocaron la mitad de los miles de dólares obtenidos por el comercio justo de la variedad Premium, en el incremento de la productividad. Al mejorarse la producción, votaron en la creación de un mínimo vital para cada miembro de la cooperativa. Muchos de los plantadores han vivido y dormido en chozas de madera y por decisión colectiva, cada uno de los 46 miembros del grupo, podrán tener al menos una cocina, un baño y una sala. Lográndolo hace dos años.
Kelly Castañeda orgullosamente me enseña toda su casa, la cual estaba cerca de donde estábamos sentados; la cocina con estufa y agua corriente; la sala con sus mecedoras de adorno. Esta sala tiene otros beneficios para ella, como entretenerse. Las once mujeres cultivadoras de la cooperativa tienen su propio espacio de debate para asegurarse ser escuchadas en sus prioridades, reuniéndose semanalmente en cada una de las nuevas salas de sus casas. Una parte de las ventas de esta variedad de fruta, está siendo usada para enviar a los estudiantes más aventajados al colegio o a la universidad. Las dos primeras chicas beneficiadas me contaron entusiasmadas sobre este programa y sus planes de retornar, enseñar y crear allí, un círculo virtuoso de inversión.
Luego de momentos de inseguridad es complicado reproducir lo que significa para este grupo, estas señales de seguridad y planeación. Podría usted decir que los cultivadores han colmado sus deseos de realismo mágico impredecible, pero prefieren de lejos, la predecible realidad.
En días anteriores, viajando entre los trabajadores bananeros de las provincias de Magdalena y Urabá-Antioquia, sobre vías que hace un año o dos eran conocidas por aquellos que los locales denominan “pescas milagrosas”- la desaparición y secuestro de viajeros- he visto otros ejemplos de cómo en este escenario de post-conflicto, pequeñas acciones marcan una gran diferencia. Hasta hace poco, en algunos sectores había escepticismo sobre el valor de intervenciones como el comercio justo; supermercados- aun compradores de tradición como Sainbury’s han enfocado su atención en sus jugosos beneficios y virar hacia la idea de una disimulada marca de comercio justo (Una iniciativa ampliamente condenada el año pasado por los productores). Si alguien quiere siempre decirle que los beneficios del comercio justo son intangibles, es decir, difíciles de medir, sugiérales que visiten la comunidad campesina del Barrio Obrero no muy lejos de donde ocurrió la masacre.
Una alcantarilla abierta recorre todo el asentamiento. De un lado de este, sentado en una hamaca con su pequeña hija, hablo con Alexander que vive con otras cuatro familias en una casa de cuatro habitaciones hecha de viejas tablas de madera con piso de tierra. Su trabajo en una de las plantaciones no afiliadas a la cooperativa va y viene. Mira hacia al otro lado donde se están construyendo casas de material blanqueado que no tienen comparación a las de Londres. Son viviendas de trabajadores bananeros hechas a partir del comercio justo, que escogieron gastar parte de los ingresos en construirles casas a sus empleados y regresar finalmente, el dinero para ellas, bajo un esquema de préstamo.
O sugiérales que visiten una de las escuelas construidas por el comercio justo en Urabá. Para los hijos de los trabajadores del colectivo FUNTRAJUSTO en El Tigre, la escuela que anteriormente era sin dueño, ubicada bajo varios árboles, que dependía fuera de las guerrillas o los paramilitares; ahora los niños se sientan en un salón de clase iluminado, escuchando a la profesora en el tablero.
En dicha escuela, conocí a Zunilda Moreno y Lisbeth Audrey quienes me dieron más razones para comprender el significado de esta transformación. Sentados en las sillas de los niños, me contaron el antes y después de sus vidas. Moreno tenía 15 años en 1994, cuando los guerrilleros bajaron de las montañas hacia la gran plantación donde trabajaba su padre. Se escondió con sus hermanos, toda la noche, bajo la cama. Por la mañana, cuando los trabajadores llegaban, escogían hombres del bus, algunos eran amarrados, otros asesinados. Cuando vinieron por su papá, intentó correr con el fin de protegerlo. Fue atacada y baleada en frente de él, una memoria que a los 24 años se reduce de repente en sollozos. Luego se embarazó, dando a luz un hijo. En este momento tiene otros dos. Decididamente reservada con ella misma, refleja cómo se puede construir esperanza después de perderlas. Estudiando duro y beneficiada con una cantidad limitada de terapias está siendo patrocinada por la cooperativa de comercio justo en su carrera de psicología infantil.
La mamá de Lisbeth Audrey trabajaba en la cafetería de la plantación. Decían por todas partes que había sido muy amiga de uno de la guerrilla. Producto de un ataque “córtenle la lengua y su cuerpo en partes y pónganlos en la esquina de la sala”. Audrey tiene ahora 41 años, recuenta este horror como mejor lo puede hacer. Cuenta como está siendo patrocinada para entrenarse como trabajadora social, ayudar a otros a través de lo que han vivido. Dice “Nadie tiene mi historia, pero todos tienen una historia”.
De todas maneras, en cualquier país que sale de un largo conflicto, la totalidad de Colombia parece estar necesitada de trabajo social, sin embargo, la oferta es corta. Un resultado de una guerra tan brutal y larga como esta es que alimenta a una generación de políticos que discuten en sus lugares de origen nuevos hospitales como si fueran viejas campañas de bombardeo. El alcalde de Apartadó, Eliécer Arteaga Vargas, sentado en su oficina recuerda algo de su juventud en las filas de la guerrilla del EPL y su lucha por el cambio político. A pesar del pacto del año pasado, sugiere que “La cultura es todavía más violenta que pacífica”. En enero, la sede de la alcaldía fue quemada. Cree que el incendio fue provocado por los cárteles de la droga en su intento de “desestabilizar la juventud”
Al cruzar la sede, en una particular oficina casi un edificio legislativo sobre una fila de almacenes el antiguo comandante de los guerrilleros del EPL, Teodoro Manuel Díaz Lobo, un carismático hombre en un sombrero es ahora secretario de gobierno. Le pregunté sobre lo qué recuerda y cuenta de acciones que pasaron hace años contra la policía y las fuerzas gubernamentales.
Esta historia es contrastada con sus propios esfuerzos para negociar la paz durante la década de 1990 poniendo en riesgo su integridad y las de sus camaradas que no deseaban deponer sus armas. Cuando habla de las expectativas que le deja la última paz acordada, lo hace en palabras de un regreso a las viejas pesadillas “de la vida real”.
Por mucho que esa realidad parezca ser una expectativa improbable, lo peor de la guerra a muerte contra el narcotráfico ha migrado hacia México, pero la infraestructura de lo que los
políticos locales denominan “microtráfico” sigue siendo una atractiva alternativa para los jóvenes surgidos en la violencia y sin esperanzas de empleo. Los recursos de los colectivos bananeros parecen no siempre ser adecuados, pero parecen tener un valor más alto. Los cultivadores hablan en términos de usar lo percibido por el comercio justo en pagar la educación escolar y crear empleos más estables para la gente joven; construir canchas de futbol o patrocinar compañías de baile o grupos musicales con el fin de sacar a los niños de las calles.
El optimismo que genera ese compromiso tiene un lugar incierto acá, aunque usted quiera creerlo. Luego de la reunión de la cooperativa regresé con don José Manuel a su casa, sentado en el antejardín le pregunté si nunca se detuvo a imaginar que los contenedores de frutas en la Gran Bretaña tenían todos aquellos bananos que había sembrado, cortado y empacado finaliza al cabo de los años. Sonríe. Cuando las personas usaron la palabra “Mercado Europeo”, para él no tenía importancia. Ahora, en la casa de material en la que antes estaba su choza de madera en la que vivieron alguna vez su esposa y sus hijos, en el lugar donde hace veinte años perdió sus botas y permaneció en ella, ahora tiene un televisor. Ahora le interesa solo que Europa quiere comprar.
Le pregunté al finalizar, ¿Alguna vez se cansó de los bananos? Me dice, para nada. Come bananos verdes todos los días, uno al desayuno y otro al almuerzo. Sugiere que es lo que verdaderamente lo mantiene saludable.
NOTA: Este reportaje fue escrito por el periodista Tim Adams, quien nos visitó desde el periódico The Guardian – Gran Bretaña en compañía del conocido fotoperiodista Ian Berry de Magnum Photos. Ambos visitaron la región de Urabá y el Magdalena para evidenciar el desarrollo que ha traído la inversión de recursos Fairtrade en ambas zonas y como parte de la campaña #FairtradeFortnight2018
Conoce el artículo original en inglés aquí: https://www.theguardian.com/world/2018/feb/25/colombia-farmers-fairtrade-bananas-civil-war-drug-trafficking